Las flores de la melancolía
Hoy, lunes 10 de septiembre de 2012, es el cumpleaños de mi
abuela paterna, no he encontrado trabajo, y siento un agujero en el corazón. Y
de alguna manera las tres cosas están relacionadas. Me explico: lo del
cumpleaños de mi abuela me da alegría, pero me recuerda el inexorable paso del
tiempo. Lo de mi trabajo es más complicado, llevo meses sin trabajar y me estoy
reblandeciendo por dentro. Cualquier rutina se me hace un mundo y a la vez
estoy nerviosa y con mala conciencia por no buscar con más ahínco, por dejar ya
de quejarme de este mundo extraño que me ha tocado vivir, lo poco que importa
la educación y blablablá. Y lo del agujero en el corazón es porque estoy
triste. Tengo que solucionar cosas importantes en mi vida, y eso me
supone un esfuerzo enorme, colosal. El paso del tiempo, la búsqueda infructuosa
de una ocupación y la losa de la tristeza son tres de los puntales de mi
inspiración. Además está el tema de llorar, las lágrimas me permiten por
un momento mecerme en la auto compasión. Me sienta bien llorar, me deja
como serena y preparada para escribir.
Escribir, debería ser mi válvula de escape, mi pequeña isla
de salvación. Pero no. Demasiado fácil. O difícil. Prefiero mecerme en la auto
compasión como un gato se enrosca sobre su cola y duerme. Dormir y dejar que
todo pase. Los problemas, las ilusiones. Los miedos. Veo que todo el mundo se
mueve en alguna dirección y yo no. Me quedo quieta, petrificada, anticuada… Ni
siquiera se me ocurren más adjetivos, adjetivos que correspondan mejor con lo
que siento… Puede que sea envidia. Eso debe ser. Envidia y tristeza. Una mezcla
de orgullo y derrotismo. Combinación absurda como este afán mío por trascender.
¿Cómo? ¿Por qué? Dejar mi huella en mis palabras escritas, en mis cuentos
inacabados, en mis poemas sucios. La indefensión como escudo. Y sin embargo hay
belleza en todo esto, hay una extraña belleza oscura que me empuja a sucumbir
una y otra vez. Deseo que esto acabe, y a la vez, oh, cómo me deleitan estas
horas muertas frente a la nada de mi existencia...
Aunque no todo es oscuridad. Mi marido es fuerte; su amor:
sincero y reconfortante. Pero a veces no comprende este infierno que me hiela
por dentro, que me hace darle vueltas a las cosas hasta el punto de volverlas
más absurdas todavía. Para él todos los problemas tienen solución. O por lo
menos, se tiene que intentar resolverlos, sino es que no tienes problemas,
significa que no quieres solucionarlos. Y ese es el quid de la cuestión. Que
tiene razón y es odioso. Pero le quiero, a pesar de tener opiniones diferentes,
tan opuestas. Yo sigo con mis quejas, sin intentar la solución. En cierta
manera me reconforta todo este conflicto interior. Es lo que he vivido desde
niña. La lucha infructuosa de una misma contra si misma y su conciencia.
En mi casa, cada día se plantaban las flores de la
melancolía. Unas flores extrañísimas y calientes como buñuelos recién
horneados. Había canciones y gritos; besos y tortazos; arañazos y lametones.
Juegos y castigos. Normas y descontrol. Carreras alrededor de una mesa para
evitar el castigo de la zapatilla en las nalgas. Risas ante el televisor
comentando las últimas payasadas del presentador de turno. Una atmósfera
sólida, casi irrespirable y en cierta manera hostil a los jóvenes corazones que
allí crecían.
Y mucho amor.
Amor desmedido, suculento, reconfortante y demoledor. Yo
soy fruto de aquel hermoso hogar. Y la suma de mis pequeñas variaciones
genéticas y decisiones, acertadas o no, que me han configurado hasta este
punto.
Ahora sólo quiero que llueva de una vez, que pase este calor
pegajoso e infernal. Deseo que me haga efecto la pastilla fuerte, la que me va
a llevar de la mano al reino de las pesadillas sin sueños. Sólo quiero que
mañana sea martes, y pintemos de rojo la habitación y bebamos vino con la
comida. Quiero que todo esté en su sitio. Quiero hacer las cosas bien. Eso
sería una novedad realmente preciosa y muy bien acogida en esta casa que es mi
corazón.
Empiezo a
sentirme mejor...
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