Los nostálgicos


Me llamo Felicia y vivo sola en un edifico de 7 plantas. Es nochebuena y escucho la radio arropada con una manta que tiene más años que yo. Desde Marte dan un programa rememorando los grandes festivales navideños. Mañana es Navidad y debería ser un día especial. Aquí somos tan pocos que ya casi ni se celebra. En las colonias es distinto. Allí la gente tiene un futuro. Aquí sólo nos quedan los recuerdos. Siento una punzada de dolor en mi pecho. Surge la necesidad de partir. Creo que es el momento de ir a buscar al viejo que cuenta cuentos.
            Pasaron muchas cosas para que yo acabase viviendo sola en un edificio en mitad de esta ciudad desolada. La memoria me juega malas pasadas pero hay cosas que no se olvidan: una guerra larga y estúpida, como todas las guerras. La enfermedad del sol... La vida en la tierra se hizo incómoda y difícil. Muchos optaron por huir a las colonias de Marte y emprender allí el nuevo sueño de la humanidad.
Yo me quedé. En mitad del caos siempre hace falta una doctora cualificada y no podía dejar a mis pacientes. Eso daba sentido a mi vida. A pesar de todo el sacrificio que supuso. Pero un día ya no tenía enfermos que curar. Así que cerré mi humilde consulta y busqué un lugar seguro donde vivir mi vida. Algo, por otra parte, bastante complicado. Había escasez de todo, hasta de seres humanos. Las cosas hoy en día no han mejorado mucho, pero aún somos suficientes para que no llegue el olvido. Los colonos de Marte nos llaman los Nostálgicos y nos compadecen. Yo me río,  por lo menos nosotros sabemos donde están nuestras raíces. Por eso nos quedamos, y por respeto a la tierra que tanto nos ha dado.
            Acabo de hacer la maleta, sólo lo imprescindible. Buscaré al viejo Amador y le escucharé para calmar mi corazón, como hacía antes.



La ciudad está cubierta de polvo. Hay una luz muy fría, muy oscura en el cielo. Arrastro los pies sobre basura de antes de la última guerra. No puedo evitar un suspiro y es que le tengo cariño a esta bola de herrumbre. Me he acostumbrado a su decadencia. Aún me emociono ante la visión de las raquíticas plantas o el ligero corretear de las cucarachas, uno de los pocos animales supervivientes. Recuerdo tanta belleza, tanto esplendor en estas tierras. Pudimos hacer algo, no sé, investigar más. Pero no. Lo fuimos agotando todo deprisa, sin mucha conciencia de lo que se estaba perdiendo.
            Camino despacio -Oh, mis pobres huesos doloridos- pero con la determinación de ver al viejo. No está muy lejos. La última vez que lo visité vivía en lo que queda de la estación del metro de Ciudad Frontera. Era un lugar sombrío, pero él lo llenaba de luz con sus palabras:
- Había una vez, hace muchos, muchos siglos, cuando la tierra era joven…
- Érase una vez, en un lejano y verde país…
- Cuando yo era niño, de las fuentes de mi pueblo manaba agua cristalina y pura.
Cuando llegué a la vieja estación una mujer, desgreñada y con unos llameantes ojos me dijo:
¿Quién eres?
Me la quedé mirando un poco sorprendida. Luego sonreí. La joven no me había reconocido. Era la nieta del viejo. Yo asistí a su madre en el parto.
-¿Ya no te acuerdas de mí, Gaia? La mujer salió de las sombras y vino hacia mí. Al fin me reconoció y me dio un fuerte abrazo.
-Casi diez años, vieja. ¿Dónde has estado? Ven, nos hemos reunido como cada nochebuena. Te esperábamos.
            Cogí la mano de Gaia y sentí las lágrimas rodando por mis mejillas. Me llevó hasta una cálida estancia donde había reunidas unas veinte personas alrededor del fuego. En el lugar de honor estaba sentado el viejo Amador.
-Bienvenida seas, Felicia. Te hemos estado esperando. Ahora, por fin, estamos todos. Nos hemos reunido aquí como cada 24 de diciembre para rememorar la historia de la tierra. Los colonos de Marte nos llaman los Nostálgicos. Ellos han olvidado, pero nosotros sabemos por qué nos hemos quedado. Somos la memoria y para que no se pierda, os explicaré todos los cuento que conozco. Son muchos, ya que a pesar de mis años la memoria no me falla. Nos reunimos aquí y escuchamos porque sabemos que es a través de los cuentos donde las verdades sobreviven mejor. Y si perdemos nuestra imaginación y huimos hacia lo seguro, nunca nos lo perdonaremos. Por eso estamos aquí, para de alguna manera, salvar lo que queda del mundo. Sin más preámbulos empezaré con mi cuento:
- La tierra era un valle hermoso y fértil…
A medida que sus palabras cobraban vida, sentí que el grupo se hacía más y más borroso. Me dejé mecer por su voz. Me habló de la tierra y su belleza. De todo el paraíso perdido. Entonces recuperé mi infancia, mi adolescencia no fue en un mundo en guerra y pude vivir mi amor de mujer adulta en plenitud y sin miedo. Las palabras del viejo, que justo esa noche cumplía 100 años, me devolvían parte de la vida no consumida. Parte de lo que me tocaba por derecho. Los recuerdos también afloraron. Y supe por qué llevaba tanto tiempo sin volver. No quería recordar el amor que perdí. Quería olvidar el dolor. Aquellas historias removían mis entrañas y abrían la herida. Mi amado que partió rumbo a Marte y me dejó sola con mis enfermos. Aquellos cuentos me recordaban también a los amigos que se fueron. Era duro. Pero a la vez reconfortante. Allí, con todos ellos, me dejé llevar de nuevo por la voz de Amador. Y por una noche fuimos una humanidad unida en una tierra hermosa y próspera.
La mañana de Navidad nos ha sorprendido a todos con los ojos llorosos, felices y agradecidos por los cuentos del viejo Amador. Ya no me duelen los huesos y sé que nunca más estaré sola. No me aislaré del dolor en mi alta torre. Me quedaré con ellos para celebrar la vida y lo que nos queda por delante.


Todas las ilustraciones de este cuento son de Amanda Cass

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