Pesadilla
Llego sin aliento al borde de un acantilado que se transforma en un largo pasillo angosto, lleno de cuadros retorcidos con fotos de niños perdidos. Niños que me miran con sus bocas abiertas en un grito silencioso que me aterra. Nada tiene sentido y la sensación de vértigo me hace acelerar.
Es la hora de despertar.
Ya no te quiero en mí. Es la hora de abrir los ojos, pero no puedo. Noto tu aliento en mi cara. Frío, ácido, como el sudor del terror puro. Un olor inconfundible, el mío propio, mezclado con algo primitivo, ancestral. Intento moverme y es hielo ardiente lo que siento en mis venas. Veneno. Abro los ojos y estás sobre mí, me besas con tu boca oscura y dentada. Quiero gritar, el grito se muerde la lengua de puro asco. Eres mi dueño pero yo no te lo voy a permitir más. Te quiero fuera. Ya.
Cuando suena el despertador sé que aún no me despierto, y escucho tu risa. Esa risa afilada, burlona, me acaricia la nuca antes de desaparecer.
Por hoy ya está bien. Mañana, quizás vuelvas, pero ahora el día es mío y todo su esplendor me hará olvidarme de ti. Casi como si no existieras, como si no pudieras ser, igual que las explicaciones de mi madre sobre las manos de mis muñecas mutiladas. Ella decía que era yo, (¡pobre mamá!), decía que me las comía yo de pura ansiedad. Así explicaba ella la barbarie. Igual hago contigo, maldita pesadilla recurrente, ente, demente que me sigue. Pero de todas formas, eso ya no importa demasiado. Debajo de la ducha, todos los monstruos se quedan con cara rara, como gatitos mojados. Y no dan miedo. El agua caliente recorre mi cuerpo entumecido. Es algo bueno. El día empieza. Todo lo demás es sueño.
Las pesadillas permanecen en silencio. Por ahora.
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