Porque la tristeza es un palacio con corrientes de aire

Hay un palacio que habito despacio desde los tiempos de mis diarios infantiles. En la niñez  a través de las palabras escritas me construí un lugar seguro, alejado del ardor de mi compleja familia. Luego fui creciendo deprisa, rápido, para llegar lejos, fuera, lejos de todo aquello que no era nada y lo era todo. Me fui untando de una tristeza densa y protectora. Habité mi palacio. Un lugar mágico, recóndito. Mío. Lleno de palabras precisas y etéreas. Un lugar para soñar y saltar a través del espejo, atravesando la densa atmósfera que me tocaba respirar.
Hacía las cosas correctas. Y me peleaba con mis hermanas. Con determinación, entregada a la furia cotidiana. Todo era normal. Pero por las noches corría descalza por mi palacio lleno de corrientes de aire y esquivaba las lágrimas que como dardos me lanzaba la realidad a través de la rutina de las cosas pequeñas. Yo huía. Era la reina en mi palacio y jamás cogí un resfriado en aquellos páramos salvajes de mi imaginación. En los helados confines de mi laberinto interior me sentía libre como una gata bajo la luna.

Hice lo que tenía que hacer. Fui creciendo. Me enamoré. Muchas veces. Nunca fui correspondida. Escribí poemas hermosos y raros, malos en definitiva y muy auténticos. Los escondí en mis cajones. Salté precipicios desde las ventanas de mi palacio de la tristeza. Fui feliz a mi manera.

Y ahora, a veces, cuando nada falla en realidad, quiero volver a mi lugar sagrado. Entonces llega una canción como ésta y me lleva de la mano, de nuevo a aquel palacio de elaborados pasillos y oscuras habitaciones pobladas de sueños e ilusiones truncadas. En el fondo sigue siendo un buen lugar. 

Por eso vuelvo siempre. Porque es mi verdadero hogar.

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