La pecera
Mis padres son hermosos. Muy hermosos y falibles. Viven sus vidas
extrañas y preciosas. Sus burbujas de aire casi azul. En su casa, que ya no es
la mía, viven mi padre y mi madre encerrados con una sonrisa pintada en los
labios. Se pelean mis padres, con amor, con mucha ternura. Se escupen mis
padres sus reproches, con delicadeza, con un toque de dulce ironía. Mi madre
entra en perfectas espirales concéntricas y no sale jamás. Mi padre,
silencioso, la ama tanto que nunca moverá un dedo por sacarla de allí. Y así
año tras año, mis padres tejen su red de besos y fracasos. Y yo, su única hija,
miro esta belleza sin igual. Ya no puedo intervenir, ¡Sus actuaciones son tan
perfectas y estudiadas! Es cómo mirar una pecera llena de hermosos peces
tropicales y saber que el agua está muy caliente, ardiente como lava, y que es
mejor no meter la mano, porque pueden ser pirañas esperando nuevos manjares.
Mis padres se devoran. Es una curiosa forma de amar. Cada día los amo más y sé
que no puedo nadar en esa pecera. Por eso, a veces, siento una tristeza líquida
que me empaña la mirada. Ver eso es muy duro. Para ellos el dolor también es
una forma de amor. Comprender que mis padres cada día son más alimento, menos
persona, es duro. Quizás ellos sólo
quieren enseñarme una lección angustiosa y vital que no sé cómo traspasaré yo a
mis hijos, si los tengo. Porque al salir de la pecera que es mi casa, al huir
lejos del embrujo de sus calientes aguas multicolores, me he acostumbrado
demasiado al orden vulgar del mundo exterior. A las oficinas, las calles
atestadas de gente, los grandes almacenes con su pulido caos interior, con la
oferta punzante de su mercancía. Me he acostumbrado a los mensajes claros que
exigen mi presencia, mi participación, que quieren que yo sea una ciudadana
ejemplar y vote, y compre, y esnife vida. Ahí, estoy en medio de la vorágine de
un mundo que me reclama, que con su lógica pura quiere que me implique hasta la
muerte.
Todo lo contrario que mis padres: ellos me han expulsado de su
perfecta pecera, de su hermosa cárcel de amor y dolor. Puede que lo hagan por
mi bien...
Sólo sé que intento olvidar el destierro de su locura, porque cada
día, con el pedacito de pecera que hay en mí, yo me creo mis propios mundos en los que habitar la realidad que me ha tocado vivir. Sólo una vez al mes,
cuando he de ir a comer a su casa, vuelvo a cuestionármelo todo. Vuelvo a
sentirme refugiada en busca de asilo.
Como hoy. Es domingo, y mis padres me esperan, muy guapos, muy
elegantes. Con cosas divertidísimas que contarme, con proyectos de algodón de
azúcar rezumando de sus labios. Llevo una botella de vino blanco y una caja de
galletas, Trías, las mejores galletas del mundo. Estoy preparada para el
torbellino de escenarios, de pequeñas representaciones forzadas de amor.
¡Delicioso! Sólo de pensarlo se me hace un nudo en la cordura, y empiezo a
verlo todo con los colores cambiados. Esta es una alteración particular que me
prepara para la inmersión momentánea en la pecera de mis padres. Mi cuerpo se
prepara. Mi mente se cubre de azúcar glaseé.
Mi madre habrá cocinado arroz con pollo, o pollo con arroz, o delicias
de arroz con menuditos de pollo, o... Alguna otra misteriosa variedad de estos
dos ingredientes. Mi padre, que ya habrá probado algunos de sus vinos,
intentará impresionarme con la cata de uno en especial que case con la opípara comida de
mamá. Yo entraré con una sonrisa de
anuncio de ortodoncia, y muchos besos, y algún gritito exagerado, para regocijo
de mis padres que aprecian esas deliberadas muestras de teatreo filial. Y todo
serán preguntas, vacías preguntas con vagas respuestas sobre el trabajo, los
novios que no llegan, los sueños que nacen para morir discretamente...
Menos hoy. Algo ha pasado en la pecera. Aún intento pensar con
claridad, recomponerme. He llegado como de costumbre y mis padres me han
recibido sonrientes como los pececillos amaestrados que son. Nos hemos sentado
a la mesa con normalidad. La conversación era muy animada. Mi madre parloteaba
sobre cualquier pequeño detalle de las horribles fiestas que preparaban sus
amigos. Mi padre asentía con los ojillos brillantes y, sospechosamente locuaz, alababa
cada pequeña ocurrencia de mi madre. Cuando de repente, casi sin querer, mi
madre dijo: -Ah, y encima se trajeron al “rarito” de su hijo, que ya tiene 30
años. El corazón me dio un vuelco.
Estaban hablando de los Jimeno Beltrán, los antiguos vecinos del 5º3ª. Y de su
hijo Ángel. –Ese chico salía contigo, ¿no, Violeta? Dijo mi madre muy sonriente
y risueña. Acto y seguido apuntó directa a mi corazón con la más fina estocada.
–Parece ser que no se recupera de la depresión, el pobre.
Ya no pude tragar más pollo con arroz. Se me hizo una lenta pelota en
el esófago. Y la sonrisa se me cayó de los labios al plato. Pero ni mi padre ni
mi madre notaron nada. Todo parecía igual, sin embargo, algo dentro de mí, en
un oscuro pozo del recuerdo, se removió. Mis padres siguieron con la función pero yo me
puse blanca. Murmuré una escusa vaga y me levanté en dirección al baño. Mis
padres se quedaron boqueando como peces fuera del agua. Ángel, Ángel. Una voz
martilleaba en mi cerebro. Tantos años y aún lo sentía punzante dentro de mí.
De camino al pasillo cogí mis cosas y me fui de casa. Era la primera vez que
hacía algo así, tan impactante en la rutina de mis comidas familiares. Subí las
escaleras muy lentamente. Con cada peldaño rememoraba aquel fatídico día en el
que crecí de golpe y perdí demasiado. (:::)
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