Caricias y arañazos

A través de la ventana veo a una niña de rodillas peladas. No tendrá más de 7 años, está sucia de tierra y completamente entregada a sus juegos. Contemplar a la pequeña correteando como un cachorrillo despeinado y feliz es fascinante. Llevo un buen rato entretenida en ello. Pero todo se para cuando  viene una mujer a buscarla, su madre, supongo. No oigo lo que le dice, pero la niña cambia de expresión, se pone tensa. Desde donde estoy no puedo ver bien la cara de la madre, pero por los gestos parece cansada, va tirando de un carrito con otra niña dentro. Es una escena extraña, como distorsionada. Yo no puedo saber por qué la madre rompe la felicidad de la niña pero lo estoy viendo. Y de repente siento crecer dentro de mí un odio ajeno, atroz. Odio a esa mujer agobiada que es capaz de borrar de un plumazo la risa fresca de la niña. Bajo la mirada, vuelvo a mis cosas. Leer viejos textos de otros tiempos. No está bien odiar a desconocidas que deben tener sus razones para arrancar del parque la alegría de sus hijas.
Estoy leyendo un viejo diario de mi adolescencia. No sé porqué lo hago, la verdad, es bastante monótono y poco original. Lleno de letras redondeadas, dibujitos y faltas de ortografía. Hay, sin embargo, tanta tristeza por debajo de cada palabra que no puedo evitar sonreír. Así era yo de adolescente. Enamoradiza, poética, desconfiada, oscuramente creativa y un poco odiosa. Me estremezco ligeramente al relacionar esa jovencita tonta de mis diarios con la niña de las rodillas raspadas que he contemplado por la ventana. Conecto los dos sucesos en mi mente. Me siento vinculada con ella.  Esa niña de ahora podría haber sido yo hace treinta años. Una vez fui tan alegre y despreocupada como ella. Aunque con siete años el peso de mi familia ya había caído sobre mis delgadas espaldas. Por eso me refugiaba en mi cuarto, escondida en mis cuentos  y ensoñaciones o cuando me dejaban, bajaba a jugar a la calle y perdía la noción del tiempo.
Me pregunto cómo le irá a la niña del parque en un futuro. Cuando comprenda que las madres y los padres son como son, imperfectos y falibles. Antes tendrá que pasar por los largos años de la adolescencia, los años de luces y sombras más raros, que nadie es capaz de explicarte. Años que tienes que vivir.
Ahora ya soy toda una mujer. La vida me ha ido bien, tengo un buen trabajo, un marido genial y unas pocas amigas con las que poder contar. Se podría decir que mi familia dejó de ser mi principal tema de angustia y preocupación. Pasó la fase de adolescente crispada y escritora compulsiva de diarios. Superé la rabia de haber nacido en aquella familia tan peculiar, laberinto de caricias y arañazos. Superé las fracturas del corazón roto, los primeros malos trabajos, el cambio del cuerpo y sus frustraciones. Todo eso fue quedando atrás. Ahora sólo permanecen algunos cuentos publicados en la red, como pequeñas cicatrices,  y a veces,  unos sueños recurrentes vienen a poblar de sombras mis horas diurnas y de pesadillas mi noches.
En tardes como hoy, vuelvo a aquel parque de mi infancia y una nostalgia feroz me carcome por dentro. Si cierro los ojos, si lo intento, puedo volver. Porque tengo ese don… El don de recrearme en mis recuerdos, en las fotografías, los diarios y los restos del naufragio. O puede que no lo sea, que esta afición mía sea otra cosa. Material para escribir.
Me llaman al móvil. Es mi marido. Quiere que vayamos a cenar fuera esta noche. Me vienen unas ganas locas de abrazarle. Con su voz me ha devuelto al presente, al buen presente. Cierro el diario, recojo los últimos rastros de tristeza y me preparo para una velada prometedora.
Ya escribiré algo con esto. Un buen cuento para continuar con las heridas ligeramente abiertas. 
Justo como a mí me gustan.



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